El paralítico
“Pues, todo cuanto queréis que los hombres os hagan, así
también haced vosotros a ellos; porque esta es la ley y los profetas.”
(Mateo, cap.7: v.12)
Hace mucho tiempo, en Judea, vivía un joven llamado David.
Naciera sano, tuviera una infancia alegre y descuidada y la juventud llena de
placeres y diversiones.
Era fuerte, bonito y elegante, razón por la cual las mujeres
se apasionaban perdidamente por él.
Pero, en una mañana de invierno, despertó con cierta debilidad en las piernas,
acompañada de horribles dolores que lo obligaron a permanecer en el lecho.
Al cabo de una semana, intentó levantarse, mas no lo
consiguió. Los médicos, consultados, le recomendaron tisana, ungüentos, baños y
masajes, pero nada de eso fue eficaz para aliviarle la dolorosa situación.
David, al percibir que ya no podía tener una vida normal como
cualquier otro joven de su edad, se dejó dominar por incoercible desesperación.
Lloró mucho, debatiéndose en angustias inenarrables. Con todo, después de
algunos meses, se conformó con lo que no podía cambiar: estaba paralítico.
La alegría desapareció de su vida, tornándose una persona
triste y melancólica.
A pesar de la desgracia que lo alcanzara en pleno
florecimiento de las esperanzas, poseía un corazón bien formado y sentía piedad
de las otras personas, no obstante su propio sufrimiento.
En cierta ocasión oyó hablar de un profeta, que andaba
curando ciegos y sordos, cojos y estropeados, endemoniados u obsesados y hasta
leprosos, y se tomó de vivo interés por
conocerlo.
Al ser informado de que ese hombre –conocido como Jesús de
Nazaret, un carpintero galileo- se aproximaba a su ciudad, deseó ardientemente
ir a su encuentro. También quería ser curado por él, como ya ocurriera con
tantas personas.
De familia muy pobre y sin recursos para alquilar un carruaje
que lo transportase mas confortablemente, suplicó a su hermano mayor, Jacobo,
que improvisase una camilla y lo llevase al encuentro del carpintero galileo.
Al principio, el hermano se negó. No creía en milagros y
temía alimentar falsas esperanzas en
David, pues sabía que su enfermedad era irreversible. Sin embargo, éste
insistió tanto que él acabó accediendo.
Salieron al otro día muy temprano, acompañados de otras
personas que también deseaban conocer al rabí. Por el camino iban encontrando más
gentes, muchas de ellas enfermas, que se dirigían al mismo lugar donde estaría
Jesús. Al aproximarse al sitio, avistaron a gran número de personas.
Bajo intensas expectativas, se acomodaron lo mejor posible,
dada las circunstancias, y se quedaron también esperando.
Una incontable multitud de criaturas enfermas y necesitadas
se aglomeraba allí: ciegos, sordos, mudos, paralíticos, leprosos, en fin, todos
los estropeados del mundo. Todos traían estampada en el rostro la secreta
esperanza de ser curados por el profeta
nazareno.
Al lado de David, un pobre infeliz también aguardaba como
tantos otros. Se pusieron a conversar y David llegó a saber que Jonás, además
de paralítico, también era ciego. Completamente tomado por una enfermedad que, en poco tiempo,
lo condujera en aquella condición atroz. Tan solo conseguía oír y hablar. Nada
más.
David sintió profunda compasión por el pobre hombre que
estaba allí casi en la condición de un
vegetal. Él, David, por lo menos podía mover los brazos a voluntad, hacer alguna
tarea con las manos, ayudando a Jacobo en el mantenimiento de la casa; veía y apreciaba
lo que acontecía a su alrededor, participando de todo. Sólo, no podía andar con
sus propias piernas. Imaginó como debía de ser triste la vida de Jonás,
sumergido en las tinieblas eternas.
En ese momento, el ruido de la turba indicó que el profeta se
aproximaba, y ellos se callaron.
De donde estaban, podían ver a toda la gente que se agitaba
sufrida y ansiosa.
La figura majestuosa que asomó de la multitud dejó a David
muy impresionado. Al caminar, posó su mirada en el pueblo, que se aquietara por
completo.
Vestíase con mucha sencillez, con una túnica de tejido rústico.
Los cabellos castaños, repartidos a la nazarena, descendían hasta los hombros,
y traía tanta paz y ternura estampadas en el rostro que David se enterneció. Al
ver aquellos ojos que eran dos pedazos de un cielo muy azul, el joven sintió
ímpetus de arrodillarse a los pies del maestro galileo, no lo pudo hacer debido
a sus precarias condiciones físicas, que no lo permitían.
El profeta comenzó a hablar con voz tierna y acento
inolvidable. Bajo la suave brisa que soplaba. David sintió inmensa paz
invadiéndole el corazón.
Mientras Jesús hablaba, la gran masa humana se dejaba prender
bajo el magnetismo de aquella figura extraordinaria.
-“Bien aventurados los humildes de espíritu, porque de ellos
es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán
consolados.”-
El llamado del Rabí a todas las criaturas tristes y
desesperadas, repercutió en el alma de David, sensibilizándolo hasta las
lágrimas. Miró a su alrededor y vio que muchos de los que allí estaban, al
igual que él, también lloraban emocionados.
La multitud se agitó. Como todos deseaban acercarse al
maestro, se formó un gran tumulto. Jesús curaba sin cesar, pero era muy difícil
llegar hasta él. Las personas se apretujaban con ansias de ser atendidas. En la
confusión que se estableciera, David consiguió aproximarse conducido por
Jacobo. El Rabí curaba desde hacía horas y su fisonomía demostraba cansancio.
Un hombre que estaba siempre junto a él y que decían era uno
de sus discípulos, un pescador de nombre Simón Barjonas, afirmó con voz muy
fuerte.
-El maestro necesita retirarse. Solo atenderá a una persona más.
David sonrió. Estaba muy cerca del nazareno y con certeza
sería él el beneficiado.
En este instante, mirando al lado, vio al pobre infeliz
paralítico Jonás, con quién estuviera conversando mientras aguardaba y por
quien nutriera sincero afecto, y se sintió henchido de infinita compasión. El
compañero, ni siquiera podía tener la felicidad, que le fuera concedida, de ver
la figura majestuosa del Maestro galileo, allí tan cerca, visto que, aparte de
todo lo demás, era ciego.
Jesús dijera un poco antes: “Pues, todo cuanto queréis que
los hombres hagan por vosotros, haced así vosotros también por ellos; porque
esta es la ley y los profetas.”
Buscó con la vista al Rabí de Galilea, que lo miraba con ojos
serenos y tiernos. Las palabras oídas hacía poco por la boca de Jesús
repercutían aún en sus oídos y sintió, en lo íntimo del alma, que el mensaje le
sería suficiente para toda la vida. Ser curado ya no le parecía tan importante.
Sonrió al Maestro y se viró hacia el paralitico a su lado.
Jesús lo entendió sin necesidad de palabras.
Acercándose más, el profeta colocó la mano suavemente sobre
la cabeza de David.
El joven sintió un nudo en la garganta y las lagrimas le
inundaron el rostro, tal era la emoción que le dominara en aquel momento
supremo. Entendió la lección y percibió que el Maestro aprobaba su gesto.
Enseguida el Rabí se dirigió a Jonás que intentaba entender
lo que estaba sucediendo en aquel momento a su alrededor, e imponiéndole la
mano en la cabeza, le ordenó:
-¡Levántate y anda! Estás curado.
Bajo gritos de alegría, el hombre se levantó del lecho improvisado,
exclamando:
-¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Estoy curado! ¡Estoy viendo!- y lloraba
y reía y reía y lloraba.
El Nazareno se alejó envuelto por la multitud y en poco
tiempo el lugar quedó desierto.
David, aunque no había sido curado, retornó a casa
satisfecho. Jacob no entendió lo que pasara ante sus ojos, considerando un
absurdo que el hermano no hubiese aprovechado la oportunidad que tuviera,
estando tan cerca de Jesús.
David permanecía callado y pensativo durante todo el trayecto
de regreso a la aldea, ni siquiera se daba cuenta de las recriminaciones del
hermano. Las palabras que oyera de la boca del Mesías (ahora no tenía ninguna
duda de que lo fuese realmente) le propiciarían infinito consuelo y resignación
ante los infortunios. Renunciara a la única oportunidad que tuviera de ser
curado milagrosamente por el Maestro galileo, pero eso ahora ya no le parecía
que tuviese tanta importancia. Una nueva luz le naciera en lo íntimo
clarificando la comprensión de sus problemas.
Regresó a su localidad resignado y dispuesto a proseguir
soportando la enfermedad, confiando en aquel Dios que era todo amor y
misericordia, al cual Jesús se refiriera.
Al llegar a casa, cuando el hermano Jacobo lo ayudaba a dejar
la camilla improvisada para acomodarse en el lecho. David percibió lleno de
júbilo -¡oh!, ¡maravilla!- , que
también podía andar. Pues, de igual manera, había sido curado, merced a la
infinita bondad de aquel Maestro Jesús, que era compasión por sus sufridores.
En ese momento, profundamente emocionado, David recordó las
palabras que él le dijera y que permanecerían grabas en su Espíritu para
siempre:
-“HAZ A LOS OTROS TODO LO QUE QUIERAS QUE ELLOS TE HAGAN.”
Extraído Del libro “El Eterno Mensaje del Monte.”
Médium Celia Xavier de Camargo.
Espíritu, León Tolstoi